miércoles, 17 de septiembre de 2008

Vicente

Se llamaba Vicente porque lo vi en su vaso del Starbucks. Me topé con Vicente por casualidad la mañana más fresquita de la primavera, e hice que esa casualidad fuera mi rutina de todas las mañanas antes de entrar a trabajar. Él andaba a paso ligero, con el café en una mano y con El País en la otra. Y yo me cruzaba con él, un día tras otro, con el corazón palpitando por esa locura que me entró de repente de perseguir a desconocidos. Y digo perseguir porque pensé que no perdía demasiado tiempo en desviar mi ruta y ver a dónde llevaba ese café, porque estaba claro que el periódico era de Vicente por cómo cuidaba las páginas, procurando que las hojas no se arrugaran ni un milímetro, pero en cambio no daba ni un sorbo a ese vaso de descafeinado mocca tamaño tall. Vicente leía mientras caminaba milagrosamente entre semáforos y vallas amarillas, por lo que nunca levantaba la cabeza para mirarme. ¿Me habría sonreído quizás? Yo creo que sí, porque el mundo no nos da más que noticias malas. Aunque fuera sonreír por toparse de sopetón con mis ojeras mañaneras en una cara tan pecosa.
Pronto lo descubrí: Vicente entraba en un centro de la Tercera Edad y cinco minutos después salía con el periódico pero sin el café. Ese día de frío, me hubiera gustado merodear por el edificio en busca de alguna ventana abierta y colarme de un salto, pero mi adrenalina peliculera se me vino abajo porque el edificio tenía las ventanas de cristal y se veía todo a través de ellas. Me dio por rezar para que ese café no fuera para su novia-la enfermera-sexy, sino para aquella que estaba en la entrada, de igualita cara que el pitbull de mi vecina. Pues ni para la sexy, ni para la amargada, el café más caro de Madrid era para un señor mayor incrustado en una silla de ruedas. Vicente abría la tapa, echaba el sobre del edulcorante y envolvía la parte de abajo con unas servilletas para que el señor no se quemara. Y yo pensaba que era el chico más bonito del mundo por hacer esa tontería de la servilleta. ¿Y si Vicente no era mi locura persecutoria sino el abuelo de la silla? Total, pensé, Vicente es sólo es un nombre cualquiera. Saqué el móvil y mis manos congeladitas teclearon un sms: “Mari Carmen, pillé tráfico, llegó más tarde”. Enviar. Sólo me quedaban dos minutos, o tres como máximo, así que lo tenía claro. Me pareció oír la musiquilla de Indiana Jones cuando estaba entrando, pero eso seguro que también estaba en mi cabeza. Sólo tenía que decir una frase. “Vengo a ver a Vicente”. El pitbull pareció enternecerse. Y entré. Y para mi propia sorpresa, también me enamoré.

¿Foto?: Vasito Starbucks

3 comentarios:

Clark Kent dijo...

Precioso, mi Lois :-)

Voy a leerlo otra vez.

Lolita blues dijo...

¿¿¿¿¿Se enamoró del pitbull????? Jajajaja. Es broma. A mí no me engaña esa pecosa, creo que estaba enamorada desde el principio.

Es precioso, bicheja, enhorabuena.

Alejandra Cárbri dijo...

aaaah.... no te conosco pero que histtoria tan bonita =) de verdad ;) de pirncipio a fin